El
poeta es un fingidor que finge constantemente,
que hasta
finge que es dolor, el dolor que en verdad siente.
Y, en el
dolor que han leído, a leer sus lectores vienen,
no los
dos que él ha tenido, sino sólo el que no tiene.
Y así
en la vida se mete, distrayendo a la razón,
y gira,
el tren de juguete que se llama el corazón.
Llueve
en silencio, que esta lluvia es muda
y no hace
ruido sino con sosiego.
El cielo
duerme. Cuando el alma es viuda
de algo
que ignora, el sentimiento es ciego.
Llueve.
De mí (de este que soy) reniego...
Tan dulce
es esta lluvia de escuchar
(no parece
de nubes) que parece
que no
es lluvia, mas sólo un susurrar
que a
sí
mismo se olvida cuando crece.
Llueve.
Nada apetece...
No pasa
el viento, cielo no hay que sienta.
Llueve
lejana e indistintamente,
como una
cosa cierta que nos mienta,
como un
deseo grande que nos miente.
Llueve.
Nada en mí siente...
...gustaba
el poeta de rodearse de personajes ficticios de su invención,
origen
remoto de sus heterónimos, a los que creó para poder
expresarse
en registros poéticos diversos dentro de lo que el autor
llamó
'poder de despersonalización dramática', Alberto Caeiro,
'disciplina mental', Ricardo Reis, y 'toda la emoción que no
debo
ni a mí ni a mi vida', Alvaro de Campos.
En el año
1917, como Alvaro de Campos, publicó, como número
único
de Portugal Futurista, su célebre Ultimatum, un
escrito
nervioso, iconoclasta, irreverente, lleno de diatribas contra los
principales
escritores europeos del momento. Anatole France: Epicuro de
farmacopea
homeopática. Maurice Barrès: Feminista de la
acción. Kipling: imperialista de las
chatarras.
Bernard Shaw: tumor frío del ibsenismo.
Chesterton:
cristianismo para uso de prestidigitadores de barril de cerveza al pie
del altar. Yeats: saco de podredumbre.
Maeterlink:
fogón del Misterio apagado. ¡Fuera, fuera con todos
ellos! El Ultimatum niega en redondo la literatura de
que
Europa se enorgullece. ¿Se trata de una actitud de vanguardia,
semejante
a la de tantos jóvenes poetas de aquel principio de siglo
ensangrentado
por la Gran Guerra?
Es suave
el día, suave el
viento.
Es suave
el sol y suave el
cielo.
¡Que
fuera así mi
pensamiento!
¡Ser
yo tan suave es lo
que anhelo!
Pero entre
mí y las
suaves
glorias
del cielo
y del aire sin mí
hay muchos
sueños y memorias...
¡Lo
que yo quiero es ser así!
Ah, el mundo
es lo que a él traemos,
todo
existió
porque existí,
hay porque
vemos.
¡Y
hay mundo porque yo
lo ví!
Pessoa sostuvo
siempre que sus heterónimos debían ser leídos como
poetas independientes de él, si bien intimamente relacionados
entre
sí, puesto que tanto Reis como Campos ¡y el mismo Pessoa!
eran discípulos de Alberto Caeiro.
Entendámonos:
nuestro poeta no podía pretender que creyésemos en la
realidad
biológica, sino en la poética de sus heterónimos,
lo que, en cierto modo, equivalía a afirmar que él, en
cuanto
autor, en cuanto demiurgo, o en cuanto médium, era el
equivalente
de, por lo menos, cuatro poetas diferentes, tan autónomos y
dueños
de sus recursos que eran capaces de influirse entre sí,
polemizar
en ocasiones y de evolucionar de manera perfectamente coherente.
La lectura de la obra de los heterónimos mostrará al
lector
que cada uno de ellos tiene, en efecto, un estilo, un arte
poética,
una escritura característica y original.
Mi libro
escribo al pie de la congoja.
Mi
corazón
no tiene qué tener.
Mis ojos
llanto ardiente moja.
Señora,
tú sola me haces ser.
Sólo
sentirte, en ti pensar,
mis
días
vacuos llena y dora.
¿Mas
cuándo querrás regresar?
¿Cuándo
es el día? ¿cuándo es la hora?
Los
heterónimos de Pessoa, su más celebrada invención
literaria, la que, con su intrincada estatura y complejidad, le
sitúa
en una posición de privilegio en el panorama de la poesía
europea de este siglo, son también la consecuencia de una
psicología
atormentada, no únicamente –y tal vez nunca eso- el resultado de
una determinación literaria o un premeditado cálculo
estético,
como puedan serlo entre nosotros los heterónimos machadianos
(Juan
de Mairena o Abel Martin). En el lenguaje psiquiátrico que
aprendió
para autodiagnosticarse, relacionaba esos desdoblamientos con la
histeria
y la neurastenia –"soy un histeroneurasténico"-, aunque
también
aprendió a mantenerlos en el más absoluto secreto de su
absoluta
intimidad ("y así todo se queda en silencio y poesía").
Esa
perturbadora personalidad de Pessoa, siempre abismal en todo,
está
en la base –no se olvide- de sus cimas literarias. Una vez más,
no hay forma de escurrir el bulto del hombre que vive en
relación
con el hombre que escribe.
Pessoa
sólo publicó en vida un libro, Mensaje (1934),
que
presentó sin suerte a un concurso pomposo, de resonancias
imperiales
(quedó segundo). Es un libro en clave de un cierto
hipernacionalismo
portugués que interesaría poco a un lector ajeno a esas
melopeas
de andar por casa si no fuera porque Pessoa deja en su excursión
histórica entre hermética y nostálgica el sello
más
visible de su singularidad inconfundible, con momentos de fulgurante
intensidad
y hondura que prefiguran con claridad algunas de las claves del
universo
pessoano, especialmente ese recurrente motivo suyo del deseo de una
huida
o fuga hacia territorios de inimaginables posesiones en las que,
presumiblemente,
la vida dejaría de doler. Mensaje, es un libro de mucho
interés
siempre y cuando lo leamos como un relato histórico que
sólo
nos incumbe por su fabulación misteriosa y por sus deslumbrantes
incursiones en la geografía aventurera de lo Lejano, la Nada y
la
infinita Nostalgia de no sabemos qué exactamente. ¿De la
Nostalgia misma como enfermedad del alma?.
Pero más
interesante es la obra de los dos heterónimos que conviven ahora
en nuestras librerías, el modesto, rural y retirado Alberto
Caeiro
y su discípulo y más urbano Álvaro de Campos, los
dos nacidos como consecuencia de un impulso creativo el 8 de marzo de
1914,
según relata el mismo Pessoa: "Escribí treinta y tantos
poemas
de un tirón, en una especie de éxtasis cuya naturaleza no
conseguía definir. Fue el día triunfal de mi vida y nunca
podré tener otro así. Descubrí un título, El
guardador de rebaños. Y lo que siguió fue la
aparición
de alguien en mí a quien di en ese mismo instante el nombre de
Alberto
Caeiro… Y, de repente, sin interrupción ni enmienda,
surgió
la Oda triunfal de Álvaro de Campos".
Estas dos
criaturas con autonomía y personalidad propias nacieron el mismo
día y se estableció entre ellos un vínculo
duradero,
el de maestro –Caeiro- y discípulo –Álvaro de Campos- .
Sus
estilos son distintos , y sus perspectivas vitales también, pero
algo les une de una manera profunda. Los dos quieren guiar su vida por
el mandamiento del sentir antes que por cualquier otro. Sentir, no
pensar,
dejar que la vida sea una totalidad que se afirme desde su inmediatez
sensitiva
sin ninguna clase de intermediarios, y, sobre todo, sin el propio yo
que
como conciencia reflexiva e inquisitiva se inmiscuye
distorsionadoramente
entre las cosas del mundo y los sentidos que las perciben. Pero una
diferencia
les separa radicalmente: Caeiro –que teme al pensamiento como a una
enfermedad-
dedica todo su empeño a demostrar que la naturaleza que nos
rodea
es en sí misma suficiente porque se limita a ser sin más,
y se desconoce a sí misma, y en ese desconocimiento está
toda su fuerza a la que el propio Caeiro pretende incorporarse
convirtiéndose
en una cosa más entre las cosas. Esa existencia no reflexiva,
que
ignora la conciencia y las preguntas inútiles, es una forma de
felicidad
a la que aspira el sencillo y complejo Caeiro y que logra expresar
más
de una vez. Es decir, Caeiro no conoce los tormentos de los
desdoblamientos,
goza de un yo estable y aspira a ser como la luz del sol que "no sabe
lo
que hace / y por eso no se equivoca y es común y es buena".
Pero Álvaro
de Campos es un atormentado constantemente enfermo de la enfermedad
inquietante
de no ser un yo constantemente desintegrado e infeliz. No hay lugar que
apacigüe las ansias constantes de Álvaro de Campos y su
infelicidad
es no poder estar donde quisiera estar, aunque tampoco sabría
él
mismo definir muy bien en qué sitio quisiera estar, quizá
únicamente en un lugar de legendaria infancia, tal vez alguna
vez
feliz. Todo es destierro y ansia de partir, sea como sea, para
emprender
un viaje a ninguna parte, a una lejanía que se hace abstracta
inconcreción,
lugar o destino inapresable, la lejanía de las lejanías.
Todo es deseo de no existir, de un cansancio o tedio infinito
–Baudelaire
se queda corto a su lado- y todo es enfermedad: la enfermedad del mismo
Pessoa, la incapacidad de sentir la realidad sin interponer
obligadamente
el pensamiento mediador que con sus distorsiones enloquece la vida.
"Grandes
son los desiertos, y todo es desierto", dice Álvaro de Campos, y
hubiera dicho Pessoa, o dijo Pessoa, a través de uno de sus
portavoces,
el más cualificadamente representante suyo, tal vez su cara
más
predilecta. Álvaro de Campos es un puro y grande trastorno, una
infinita inquietud y los pliegues y estratos de los sentimientos y
estados
de alma que logra expresar desbordan cualquier tranquilidad lectora, o
cualquier simple sintonía estética. Es esa profundidad
inquietante,
inabarcable, demoledora en sus aristas, la que nos pone a sus pies,
rendidos
como él por sus fatigas y ansias, como transportados a un
universo
ya no literario, o más que literario de intenso e inagotable que
es. Dispone el lector ahora de una ocasión de oro para poderlo
comprobar
en ediciones ejemplares, cada uno en su estilo, y con traductores
competentes
en todos los casos.
Otro
heterónimo de Pessoa
La
educación del estoico, firmada por
el barón de Teive, se edita en Portugal.
Pero,
¿quién es el tal barón de Teive? Álvaro
Coelho
de Athayde, barón de Teive, pertenecía a la nobleza
portuguesa.
Hijo único, tuvo una infancia solitaria, fue buen estudiante y
estuvo
profundamente ligado a su madre, que falleció cuando el
barón
ya era un hombre. Teive lleva una vida sin complicaciones, pero tiene
duficultades
para relacionarse con los demás, y esa timidez le provoca
igualmente
contratiempos con las mujeres. El barón, como todos los
heterónimos
de Pessoa, es célibe. Pero para Teive, a diferencia del resto,
este
asunto es un problema que lo amarga: "Las muchachas que no seduje, lo
han
sido por otros". Teive abdica del amor como de un problema insoluble.
Antinostálgico,
sin la ironía de Soares, agnóstico, al barón de
Teive
le amputarán su pierna izquierda poco antes de suicidarse el 11
de junio de 1920. Muere a causa de la lucidez que el orgullo le
provoca,
cuando encuentra "la claridad del alma en el sentimiento, y la del
entendimiento
en el comprender qué me da la fuerza de la palabra". Esta
mutilación
de la carne, realizada sin anestesia general, era todo un
símbolo
de su padecer interior.
Teive llenaba
las aspiraciones aristocráticas de su creador. Sus
simpatías
monárquicas y el elitismo de su espíritu son bien
conocidos.
Teive es noble, estoico, racional sin freno, domina sus emociones, pero
no sus sentimientos. Soporta el dolor sin buscar ninguna
compensación,
desprecia el sufrimiento, lo da todo por perdido ante la
convicción
de la derrota. Llega a una conclusión terrible; que la conducta
racional de la vida es imposible y el suicidio es la salida, es la
claridad
del vacío absoluto. Teive fracasa en todo y también en la
imposibilidad de producir una obra literaria superior. Prefiere sufrir
en privado, "sin metafísica ni sociología". No se
lamentará
por esto, él no admite la imperfección, ni se
recreará
como Soares en la autoironía.
Pessoa
se encuentra todas estas confesiones manuscritas en el cajón de
la habitación del un hotel. Son apuntes, aforismos,
pequeños
ensayos, esbozos confesionales pendientes de un desarrollo posterior.
El
autor afirma que estas páginas no son su confesión sino
su
definición. Son los restos de un naufragio humano e intelectual,
"la náusea física de la vida". Fueron escritos alrededor
de los últimos años veinte. Teive tenía todas las
condiciones para ser feliz, "salvo la felicidad". No quería dar
ejemplo de nada, ni ser maestro, pues todavía le quedaba todo
por
aprender; él se identificaba con los grandes místicos y
los
grandes ascetas que reconocen en el alma la futilidad de la vida. Teive
muere en el convencimiento de que la dignidad de la inteligencia estaba
en "reconocer que es limitada y que el universo está fuera de
ella".
César Antonio Molina
"...fue
un hombre sin vida, una suerte de filósofo acostado que mientras
pensaba, mientras soñaba existir se contemplaba pensando,
soñando
el sueño de sí mismo, dejando un único rastro de
vida
en la escritura de una poesía sabia y exaltada, clásica y
moderna, pagana y religiosa según sus distintas
hipóstasis,
y una prosa inigualable en este siglo cuando expresa, como una
resonancia
del amplio coro de la humanidad, el disgusto por la volátil
densidad
del existir. La vida es pobre, el pensamiento es rico.
El autor,
al cual le falta materia para el relato, así lo impone: la
necesidad
de Pessoa de crearse otras identidades literarias, que hacen de
él
un caso único en la historia de la poesía, su afán
de emborronar las fronteras entre la realidad y el sueño,
que
le llevan a regatear la línea que separa la literatura de la
vida,
es consecuencia de la insignificancia de esa existencia suya.
¿Tal
vez porque la realidad y la vida le condenaban a un fracaso del
que
sólo la literatura y la poesía le salvaban? Para
quien
el fracaso del poeta es proporcional a su genio, se enroca en un
enfoque
que persigue subrayar el carácter maldito de Pessoa, de lo cual
obtiene una plantilla insólita para el análisis de su
poesía
y su prosa. Ahora bien, ¿cómo un hombre sin vida
pudo
tener la especial lucidez de Pessoa, la conciencia insomne que parece
privativa
de los hombres experimentados, pero también de los modernos
poetas
fáusticos que comienzan a poner en tela de juicio el sentido de
la existencia?¿va asociada la acción a la
atención?.
Todos estos
indivíduos, que, a veces con biografías casi tan escuetas
como la suya, se mueven por el escenario de la mayor poesía
escrita
en este siglo, un escenario desplegado por el propio Pessoa para que
interpreten
un guión también escrito por él, parecen haber
convertido
a su creador en un hombre sin cualidades ni rasgos, exangüe en su
único cuerpo verdadero. En el Libro de desasosiego (1931)
aparece:
"Soy el arrabal de una ciudad que no existe, el comentario prolijo de
un
libro que nadie ha escrito" "Cuando creemos que vivimos, estamos
muertos;
vamos a vivir cuando estamos moribundos". Semejante sentimiento
de
irrealidad, un volteo de categorías como ése, rayano en
la
locura, disparó su sensibilidad. A menor cantidad de ser,
mayor intensidad de sentir. En cada detalle del mundo. Pessoa
encontraba
un aleph al mismo tiempo vaporoso y macizo, según lo mitrara el
espiritista o el hombre cerebral, el iniciado o el irónico. El
creador
de voces que fue, gran ventrílocuo del alma, escenógrafo
de su propio drama en el diálogo que escribía para sus
heterónimos
con la tinta escurrida de su vida ausente, llevó el coraje de
pensar
a la poesía y ejemplificó de diversas maneras cómo
poner fin a toda retórica exhausta, sentimental o convertida en
un álgebra. La presión del pensamiento sobre la
poesía
-él dijo ser un poeta estimulado por la filosofía- nos
traslada
literalmente el efecto de que en cada una de estas palabras suyas se
ventilan
las últimas consecuencias de todo.
Carlos Ortega
sobre una nueva biografía de Brechon para El
País
Poema de Pessoa
en portugués
(è
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